“En la venganza existe siempre un ajuste de cuentas. Su motivación
dice así: Tú me has hecho este daño y debes pagar por él. Sólo sabiendo que el
otro sufre igual desgracia, el mismo daño, queda aliviada la conciencia del mal
sufrido”.
El
sentimiento obtenido por la satisfacción de haber conseguido vengarse se llama
desquite, y en él percibimos el cumplimiento de la venganza. En el horizonte
objetivo del desquite se halla siempre una persona en el papel del enemigo que
ha merecido castigo.
El
desquite es un sentimiento que produce satisfacción y placer, y por ello se
dice que “la venganza es dulce”. Dulce, sí, pero dañina. Dañina para la persona
que la lleva a la práctica; para aquél en quien se cumple la venganza; y en
algunos casos, para la sociedad cuando es objeto de la venganza de un poderoso;
o bien, de un pueblo enardecido que lleva a cabo un juicio sumario o un
linchamiento sin más averiguaciones.
La
venganza es dañina porque en la práctica no se da de forma pura y aislada, ni
pretende exclusivamente pagar un mal con otro mal en una proporción justa.
Cuando se lleva a cabo, nuestra percepción generalmente está teñida por otros
sentimientos y emociones que originan, la mayoría de las veces, reacciones
desproporcionadas al mal sufrido, o al mal que creemos haber sufrido.
Intervienen
también las disposiciones del propio yo hacia la persona u objeto de esa
venganza. El impulso a vengarse se complica cuando está presente también el
sentimiento del odio. Cuando éste interviene, ya no se desea únicamente pagar
un daño con un daño similar, sino destruir al objeto odiado.
La
persona que odia percibe a ese alguien odiado como desempeñando un papel
capital en su mundo. El odio hace que el individuo se mueva continuamente hacia
el objeto odiado con el fin de destruirlo. De este modo, cuando al fin logra su
meta y lo destruye, “tiene una sensación de pérdida; el objeto odiado había
llegado a ser realmente un objeto central y estable de creencias y actitudes en
torno a este valor negativo”.
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